La cita se pactó con nadie, para
realizarse nunca en una habitación totalmente blanca localizada en ningún lugar
en específico. Solo hay dos muebles
pequeños de piel negra puestos paralelamente a pocos metros de distancia,
acompañados cada uno de una mesa de noche, iluminados por un foco blanco que
desde el centro del techo alumbra el espacio.
Todavía no entiendo bien como entré
aquí.
Solo estoy y por alguna razón espero.
Voy organizando mis anotaciones para la
entrevista mientras llega el anfitrión.
El silencio es absoluto. El ruido soy
yo.
El rasgueo del lápiz en el papel parece
un clavo arrastrando su pie sobre planchas de acero. Si no supiera que trabajo
con carboncillo y papel esperaría las chispas detrás de cada palabra.
Al no escribir puedo escucharme.
Late, siempre lo hace, pero por primera
vez a pleno oído puedo cerciorarme de que sí, de que mi corazón late como un drum
en teatro vacío. Lo escucho. Nunca me he parado a pensar que mientras vivimos,
el cuerpo sigue trabajando. Como el corazón, que siempre palpita regando la
sangre por todo el cuerpo. Es un trabajador incansable, a tal manera que hasta
cuando su trabajo es desperdiciado por un corte él sigue laburando, como si
tuviera consciencia de que si se detiene irá mal para todos, y por lo tanto
tiene que seguir a toda costa. De ahí esos charcos de sangre que adornan tantos
cadáveres. Si el corazón supiera cuando detenerse sin dejar secuelas mortales
fuera genial, pero es un tonto que trabaja más de lo necesario.
Los corazones siempre laten. Ahora mismo el
mío lo hace muy deprisa, el fluir de la sangre circulando como un torrente de
agua furiosa por las tuberías de mis venas, mientras más se alejan del pecho
con menos violencia fluye por la cañería.
Un tifón de oxigeno recorre los
pulmones hasta mi nariz, donde el aire hace un huracán que me impide escuchar
el insignificante sonido de mi propio oído intentando escuchar el silencio
extremo que me arropa.
Al coger el lápiz de nuevo los huesos
de mi brazo rechinan como rejas oxidadas de catedral. Hasta puedo oler el plomo
en mis manos y el entumecimiento de los disparos.
No creo que aguante mucho aquí, no
quiero estar aquí.
Es extraño, pero después de buscarlo
tanto y sentir la frustración de no encontrarlo, pero el silencio también puede
volverte loco. La ciudad nunca me dio ese placer. El escándalo es la regla, por
eso no enajena. Antes de abrir los ojos ya hay un ruido, al cerrarlos igual.
Vivimos en ruido. La costumbre del bullicio, que ahora mismo no tengo. Ni tanto
ni tan poco.
Debería de gritar.
Grito.
¿Me va habrá escuchado?
Creo que no.
Las manos me sudan y no puedo dejar de
mover el pie derecho sin despegarlo del suelo. Estoy más nervioso que de
costumbre. No sé qué tan normal sea, ya que estoy esperando al Diablo y lo voy
a entrevistar.
Me estoy exigiendo demasiado. Debo de
dar lo mejor de mí.
Concentrarme mucho para no equivocarme
ni ponerme nervioso al final me pone peor, le doy muchas vueltas al tema y
termino en lo mismo. Quiero evitar notarme perturbado frente al enemigo de
Dios, mi enemigo. Como cristiano esta siempre ha sido mi tarea, por eso esta
sensación de orgullo y miedo que se mezcla en mi estómago como un caldo
burbujeante de angustia.
Siento que represento a todos mis
hermanos. Ahora mismo, todo buen nacido bajo el cielo es representado por mí.
Un periodista frente al Diablo. También siento miedo por lo mismo, es El
enemigo, estoy a su merced, y aunque sé que no me hará nada, no puedo evitarlo,
demasiado he escuchado de él como para no estar temeroso y esperar lo peor.
Fui de esos que tuvo una educación
cristiana tradicional en base al amor de Cristo y lo misericordioso que es.
Dios es amor. El Pastor Fortuna siempre lo mencionaba. Pero Satanás no estuvo
ausente. Estuvo en mi vida. Está en nuestras vidas. En catecismo lo primero que
sabemos es que por él no estamos en el paraíso. Y vuelve a la carga ya en el
próximo Testamento, para tentar a Jesús en el desierto.
—Al Diablo no le gusta que lo descubran
—solía decir Fortuna—. Le gusta moverse entre las incertidumbres de las
sombras. Allá donde no podemos verle. Ahí radica su ventaja. Le aterra que
sepamos donde está, sus planes. Es cómo una serpiente, deja de reptar cuando
sabes por donde viene. Analiza nuestro punto ciego para arrastrarse e inyectar
su veneno Por eso hay que estar siempre alerta. Y cerrarles caminos a Satanás.
Yo los abrí.
No sé qué tan insolente sea mi acto de
estar acá, y aun así pido perdón.
Tanto que me alejé de la maldad, tanto
que me negué a seguir las órdenes del Demonio para terminar yendo directo hacia
él. Acabar en sus fauces mortíferas con un simple llamado. No es mi culpa, mi
curiosidad y ansias de saber pueden con mis temores a La palabra. Soy humano.
Soy pecador.
¿A cuántas personas se les aparece un
perro negro hablándole? Nadie sale preparado para algo así ¿Cómo debí
reaccionar? ¿Quién más podría ser ese perro? ¿Quién más lo mandaría hacia mí?
Obviamente Él. No me quedó la menor duda de que eran asuntos demoniacos, no hay
que ser un experto para darse cuenta que uno de los perros del Diablo se detuvo
ante mí para hablarme. Lo sabes y punto.
Corría bajo la luz de la luna con mis
manos empapadas. Apenas anochecía cuando partí, probablemente ya iba a
anochecer cuando el flato me detuvo. Tomaba aire forzadamente cuando noté su
presencia. Un perro enorme, con las costillas y el espinazo marcados en sus
carnes como un xilófono, lo que no le quitaba lo intimidante. Sus colmillos
salivados relucían con la poca luz, al tenerlos fuera con su gran lengua
parecía sonreír. Sus ojos luciérnagas me hicieron dar cuenta que lo oscuro se
siente. Es un frío que está en ti. Que no se mueve en ti, se mueve en tu nuca,
en tus hombros, en la coronilla, en la boca del estómago, en los vellos de tus
brazos.
“Quiero hablar contigo.”
Se dio la vuelta y se fue, dejándome
plantado en esa oscuridad en la que corría. Sin dudarlo perseguí su roído lomo,
acabando aquí, en ninguna parte. Y con todo un plan y preparación periodística
que no había hecho.
¿Dónde estaré? No es importante.
Tampoco importa cómo llegué aquí, por qué terminé acá, dónde estoy, quién soy,
cuánto tiempo ha pasado, cuanto duraré. Estoy aquí y hablaré con él. Nada más
debería molestarnos. Es más, ni siquiera sé de donde viene la entrevista. Al
escucharlo hablarme lo supe.
¿Quién se negaría a una oportunidad
así? No hay vivo que no quiera escuchar y saber que piensa y cree el Ángel
Caído, uno de los preferidos de Dios que terminó desertando.
Ya viene por ahí.
Escucho sus estruendosos pasos sonar
cada vez más cerca, aumentando esta angustia que se amontona en mi pecho. Ya ni
siquiera intento no ponerme nervioso, es inútil. Llegó mi hora.
Entró en la sala.
¿Y el perro negro?
No es lo que esperaba. Pensé que se
vería de otra forma.
Otra vez ella presentándose ante mí y
mis debilidades.
Una joven dama que ronda los treinta
años, muy alta, con una palidez casi traslucida que hace ver las venas, una
larga y lisa cabellera suelta, oscura como una madrugada, cada hebra se movía
al son de su caminar; me mira con sus ojos adornados con pupilas negras que
absorbían toda la luz, sin mostrar el más mínimo brillo; labios carnosos
pintados con un rojo intenso y cuello tan largo y llamativos como sus piernas,
no es suficiente un par de manos para acariciarla, o ahorcarla.
Esperé el olor a azufre, y encontré
flores con un toque a vainilla. Se quedaba un poco pegada al olfato, resultaba
molesto, pero excitaba más. Aspiraba para tenerla metida en la cabeza,
retumbando el tornado de su aroma en mis oídos.
¡Satanás era preciosa!
Quería ver que tan blanca era, quería
verla desnuda en su totalidad, hacerla mía, probarla con mi lengua, sentir a
qué sabe la piel del Diablo, que tan profunda es. Pero llevaba un vestido negro
ajustado que no me deja ver más allá, llegaba justo a sus rodillas y se apega
perfectamente a su grandiosa silueta de mujer. Puedo decir sin equivocarme que
es la mujer más hermosa que he visto y he tenido cerca. No solo era bella, era
atrayente. Te hacía verla, desearla, aspirarla ser una porción de ella. Aunque
no quisieras, porque no existe hombre que pueda resistirse a tal encanto de
magia negra. No me cabe en la cabeza una persona que haya recibido el roce de
su visión y no se quede grabada su figura. Mujeres así matan y te hacen
matarlas.
¡Qué mujer era el Diablo!
No era para nada lo que yo me esperaba.
Según lo que había escuchado debería ser algo más grotesco, incomodo de ver;
más de un Señor de las Tinieblas y Amo del Infierno, el dueño de un perro negro
demacrado. Quería que me asuste no que me enamore. Esperaba una imagen que me
produjera rechazo. Debía sentir asco al verlo, no excitarme.
Se sienta en el sofá frente al mío con
las piernas cruzadas.
Sonríe mientras me dice “hola”.
Sin mirarla, le devuelvo el saludo.
Es difícil mirarla y aguantar las ganas
de poseerla, levantarla del sofá por los pelos, pegarla de la pared y con estas
manos sujetar su fino cuello para estrangularla mientras me pregunto cuanto se
marcarán mis dedos en su garganta, mientras le quito el vestido a tirones y le
meto un dedo, dos, tres… todo el puño entre sus piernas y besar su carnosa boca
que se disputará entre gemir, tratar de respirar y pedirme que la suelte.
Quiero violarla.
No quiero violarla.
Nunca había sentido esto, no lo quiero
sentir, pero es inevitable. Quiero que el Diablo sude pegado a mí, así como lo
estoy haciendo yo ahora en este mueble. Que me arañe, que me deje escupirle la
boca, clavarle todo mi sexo hasta que su pelvis choque con la mía. Que en el
éxtasis me sujete con sus largas piernas para terminar dentro mientras aprieto
su cuello con mis manos apagando su respiración lentamente, siendo el último
testigo del aliento de la mujer más hermosa que hubo.
Dejo de mirarla.
Me dedico a centrarme en los puntos que
me interesa tocar. Subrayo algunas palabras claves y marco algunas preguntas
que debo de hacer sí o sí.
Ya es inevitable no pensar en lo
alterado que estoy. No puedo escribir, los temblores de mano no me dejan. Puedo sentir su mirada negra reposada sobre
mis hombros, el aire me pesa diez veces más y mientras sudo, siento frío en
todo mi ser.
Tengo miedo.
Estoy confundido.
Quiero irme.
Quiero llorar.
Esas ganas de hacerlo con el Diablo
sacaron lo peor de mí.
Ya no soy lo que era. Soy algo sucio
que no merece el perdón de nada, ni de nadie.
Un indecente.
Un pecador.
¡Oh, mi Dios! Libérame del espíritu del
mundo, de los deseos de la carne, de las ganas de mis ojos. Dame el poder para
vencer el mal en nombre del Espíritu Santo. Echo fuera de mí toda fuerza de
lujuria y perversión destructora que pueda romper mi pacto con tu santísima
palabra. Toda autoridad de mi ser y mis acciones le pertenece al Señor mi Dios.
¡Libérame de mi pecado y de mi condena!
Porque quiero al Diablo dentro de mí,
estar dentro suyo, que es como estar en mí. Espero esa señal de Satanás. Que
sacuda mi interior y mover mis carnes al compás del movimiento serpentino de
sus labios que se saborean mientras me observa.
—¿Estás nervioso?
Me pregunta con su dulce voz.
Yo hago el intento de negar con la
cabeza sin temblar. Lo que me resulta casi imposible.
No le pude mirar los ojos durante mucho
tiempo. Es el mismísimo Lucifer que tengo frente a mí, posando su mirada en mi
débil carne, y eso no es algo fácil de asimilar.
—Sí. Lo estás.
Sin dejar de mirarme, su mandíbula
junto a toda su fina cara se robustece y se hace más vasta. Su pelo se recoge
hasta formar una corta cabellera de liso pelo, al parecer parte del resto de su
pelo se fue a su quijada formando una modesta barba bien cuidada. Cubriendo su
ya musculoso y esbelto cuerpo, el vestido se alargó hasta un poco más allá de
sus tobillos, cubrió sus hombros, se dividió a la altura de su cuadrada cintura
separándose en el medio en la parte superior; formando un elegante traje y
pantalón que se ceñían igual de bien al cuerpo.
Sus ojos seguían teniendo el mismo negro sin brillo. El Diablo pasó a
ser un hombre. Seguía siendo algo alejado de lo que imaginaba como Satanás,
pero ya no tenía deseos carnales.
—¿Ya puedes dejar de temblar?
Le contesté que, sí sacudiendo la
cabeza, haciendo que una gota de sudor cayese sobre mis apuntes.
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